Cada día se despertaba a las seis de la mañana y se preparaba para trabajar como todos los demás. Vestía camisa blanca con una corbata tenue, sus habituales pantalones y zapatos oscuros y un pequeño sombrero que se levantaba ligeramente por los bordes. Al salir, tomó su abrigo negro favorito —el que llamaba menos la atención.
Todos los días se metía en el bullicioso torrente de abrigos y maletines que viajaban. Con la cabeza baja, caminando derecho, se ocupaba sólo de lo suyo como todos los demás. Ocho horas, de lunes a viernes, se sentaba al escritorio para hacer su trabajo de oficina antes de ir a casa por la noche y volver a la mañana siguiente. Para cualquiera que lo notara, él era sólo otro hombre, y a él así le gustaba.
El hombre siempre visitaba la biblioteca cuando regresaba del trabajo. Caminaría directamente a la esquina de los libros que ya consideraba suya. Visitaba sólo esta sección de la biblioteca, pues era todo lo que necesitaba. Sobre la entrada colgaban las conocidas letras blancas que decían «Lingüística». Antes solía pasar horas examinando la amplia selección de libros, sin embargo ahora ya sabía dónde buscar. En cuestión de minutos, entraría y saldría de la biblioteca con su selección para esa noche en la mano. La rutina de todo esto lo entusiasmaba pues una vez de vuelta en casa, la verdadera diversión de estudiar comenzaba.
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Todos los días ella lo veía venir alrededor de las tres de la tarde. Él era diferente a muchos. La mayoría de la gente vagaba por las filas de estantes esperando que un libro saliera a su encuentro. Este sujeto era diferente, y Flo lo sabía. Siempre entraba con un sentido de propósito. Sabía para qué estaba allí. La pequeña esquina de los libros lingüísticos lo atraía cada vez como miel atrayendo una abeja. Sólo pasaban unos minutos antes de que apareciera frente a ella con el sombrero sobre los ojos y una nueva pila de libros listo para salir. Cada día era otro conjunto de letras y caracteres que Flo no podía entender, pero los de hoy captaron su atención.
—Oye, estos extraños garabatos parecen familiares ¿qué es esto exactamente? —preguntó mientras sostenía un libro.
El hombre respondió con los ojos fijos en el suelo:
—Chino mandarín.
—Oh, no es de extrañar. Mi nombre es Flo, por cierto. Veo estos signos por todas partes cuando visito Chinatown. La comida es fantástica y hay muchas tiendas ahí. Se encuentran todo tipo de cosas en esas calles. ¿Has estado alguna vez?
Los ojos del hombre se movieron nerviosamente, encontrando la mirada de Flo por un segundo. Eran verdes.
—No, nunca.
—¡No puedo creerlo! Deberías ir algún día. Realmente vale la pena. Fui hace unas semanas con una amiga y nos pusimos tatuajes iguales ¡mira! —dijo, mientras señalaba su muñeca—. Significa claridad.
En su piel, el símbolo relucía en gruesas letras negras mientras el hombre la miraba con extrañeza.
—Eso no significa claridad —dijo con cautela— eso representa el mar.
—¿Estás bromeando? —exclamó Flo mientras se acercaba el tatuaje a los ojos para inspeccionarlo—. El fulano dijo que era claridad… bueno, ¡esto es lamentable! —dijo con una carcajada—. ¡Qué bueno que me gusta la playa!
La bibliotecaria terminó de escanear los libros y los devolvió a una mirada de perplejo asombro.
Mientras el hombre caminaba hacia la puerta, Flo le llamó:
—¡Espera! Nunca capté tu nombre.
El hombre se volvió cautelosamente:
—Theo —dijo—. Me llamo Theo.
—Es un placer conocerte, Theo —dijo Flo con una sonrisa—. Te veré mañana.
Le dijo adiós con la mano y Theo regresó al bullicio de la calle.
—Qué extraña mujer —pensó mientras caminaba a su casa. Recordó el tatuaje, y no pudo evitar sonreír.
(Continuará…)